miércoles, 11 de agosto de 2010

Vocación de Santa Clara de Asís

Encontrémonos con ella ya en su plena juventud. Hermosa, noble, rica, de buenas y generosas inclinaciones, temperamentalmente enérgica. Y más madura ella -psicológica y espiritualmente- que sus años. Con la capacidad de tomar una heroica determinación definitiva.

Quiso Dios que naciera en el mismo Asís y en la misma época que Francisco, trece años más joven que él. Cuando el hijo del opulento comerciante Pedro Bernardone le dio un vuelco evangélico a su vida y revolucionó la ciudad, esta primogénita de la alcurnia de Favarone Offreduccio sintió como una flecha divina en su corazón. Añadamos, en fidelidad biográfica, que la flecha la encontró con su diana vuelta en esa dirección. Desde niña venía formal, piadosa, reflexiva, hasta aficionada a la cruz por amor del Crucificado. Cuando los suyos le buscaron -y repetidamente- partido matrimonial con uno y otro prócer de la nobleza, una y otra vez supo ella decir rotundamente que no, porque -con tanta claridad como la de su nombre- veía que ése no iba a ser su camino (Leyenda de Sta. Clara 4).


Su camino iba a cruzarse con el de Francisco, y sin que lo hubieran buscado desde el principio ninguno de los dos. Aunque, bien miradas las cosas desde lo alto, alguien lo hubiera podido adivinar. En la pequeña ciudad habían ido creciendo dos famas: la del rico y fiestero mercader convertido en un pordiosero alegre y radical, y la de esta dama de la más alta nobleza que vivía para la piedad más que para las vanas grandezas mundanas. Sin que se diera cuenta él, ella lo seguía con los ojos de su admiración; sin que se diera cuenta ella, él intuía la buena novia que sería ella para el nuevo Amor que había encontrado él.

Adelantémonos ya con una circunstancia prologal. Este primer encuentro fue casi fortuito, y a distancia. Y resultó profético. Francisco se había metido a albañil de Dios, y, con sus manos y con el material recogido de limosna, estaba reparando la iglesia de San Damián, próxima a Asís, en un alto recodo del Subasio. Y allí se fue Clara un día con sus trece años adolescentes, acompañada de su hermanita Catalina, a verlo trabajar; quizá, también, por la curiosidad de verlo y conocerlo en acción. Pero la originalidad de Francisco, inspirado por su nueva juglaría divina, cambió aquel momento laboral en histórico. Clara lo rememorará en su Testamento cuarenta y seis años después, cuando la cercanía de la muerte ilumina con relieve los recuerdos imborrables. Merece la pena transcribir sus palabras: «Cuando el Santo no tenía aún hermanos ni compañeros, casi inmediatamente después de su conversión, y mientras edificaba la iglesia de San Damián (...), profetizó acerca de nosotras lo que el Señor cumplió más tarde. Encaramándose sobre el muro de dicha iglesia, en lengua francesa y en alta voz decía a algunos pobres que vivían en las proximidades: "Venid y ayudadme en la obra del monasterio de San Damián, pues con el tiempo morarán en él unas señoras, con cuya famosa y santa vida religiosa será glorificado nuestro Padre celestial en toda la Iglesia"» (Testamento de Clara 2; 2 Cel 13; TC 24).



Cuando escribía eso -y mucho antes-, Clara no dudó de que lo había dicho por ellas, que le oyeron esa gracia; entonces lo tomaría -y nada más- como una encantadora espiritual galantería. Pero en lo alto, desde el punto de mira de los planes divinos, el Arquero había lanzado la primera flecha que iba a unir para siempre aquellos dos destinos.

Pasarían más de tres años para que esas dos vidas empezaran a cruzarse de verdad. Creció Francisco en su nueva familia de discípulos, evangélicamente pobres como él, enamorados como él de Jesús pobre y crucificado. Creció Clara en la madurez opima de su juventud y en la ilusión de su amor virginalmente consagrado. Entre los que siguieron pronto a Francisco surgió uno de la misma estirpe de los Offreduccio, Rufino Scipione, primo suyo carnal; debió ser un fuerte tirón de ella hacia Francisco y su estilo de vida. Cada vez que oía hablar de ellos, o los veía transitar por la ciudad, gozosos y fervorosos mendigos voluntarios, el corazón y los ojos se le iban hacia Francisco, que había sido el imán de aquellas múltiples y sorprendentes conversiones. Y como Francisco se había metido también a predicador, y hasta en el púlpito de la catedral, ella no perdía ocasión de oírlo. Y el Arquero divino lanzaba otros tantos flechazos, suaves, ardorosos, irresistibles: a Clara le latía apresuradamente el corazón con el deseo de encontrarse y conversar con Francisco, para que también a ella la cautivara en el seguimiento total de Jesucristo; y a Francisco se le metió en el alma el propósito -voy a escribirlo con la expresión caballeresca de Celano- de «arrebatar tan noble presa al siglo malvado y conquistarla para el Señor».




Y vino el encuentro personal, se prodigaron los encuentros. Acompañada de una discreta y fiel amiga -Bona de Güelfuccio-, Clara atravesaba una u otra puerta de las murallas y bajaba al valle, hacia la Porciúncula, y allí, por las sendas y entre los árboles, se entrevistaba con Francisco. Aquellos diálogos sobre el Amor menudearon durante más de un año. Si el fuego de los corazones pudiera incendiar la selva, aquella arboleda de la Porciúncula hubiera ardido una y otra vez. Eran dos lealtades que se animaban al servicio perfecto de quien era el único Amor de los dos. En Clara, y a la luz de los consejos lúcidos y férvidos de Francisco, la lealtad virginal a Jesús se fue configurando también como lealtad a Jesús pobre y crucificado, como lealtad a la pobreza evangélica del hermano Francisco.






Y llegó al fin -como en una santa catálisis irresistible- la decisión, el acontecimiento increíble, el escándalo. Domingo de Ramos de 1212. Por la mañana, vestida con sus mejores galas, Clara asistió con el pueblo a la misa solemne de la catedral; aquella liturgia esplendorosa, y con el obispo entregándole llamativamente la palma, ha pasado a la historia con la belleza del primer rito de sus bodas con Cristo. Por la noche, con las mismas prendas suntuosas, se fugó de su palacio en compañía de Pacífica, hermana de Bona, y se dirigió con pies alados a la Porciúncula, donde la esperaban Francisco y los suyos, que iluminaban la senda con antorchas. Y allí, a sus dieciocho años floridos, nació la hermana Clara: cambió su rico aderezo por una túnica pobre como la de sus nuevos hermanos, y Francisco le cortó su hermosa cabellera, y, poniéndole un sencillo velo sobre la cabeza rapada, la consagró como esposa del Señor Jesús (Leyenda de Sta. Clara 5-8). Indescriptible la belleza elemental de aquellos desposorios. Y difícilmente se puede resumir mejor este momento cenital que con palabras de la misma Clara. Apliquémosle en primera persona lo que ella escribió veintidós años después a otra que le copió el gesto siendo princesa real, hoy Santa Inés de Bohemia: «Hubiera podido disfrutar más que nadie de las pompas y de los honores y de las grandezas del siglo. Y lo desdeñé todo, y, con alma entera y enamorado corazón, preferí la santísima pobreza y la escasez corporal, uniéndome con el Esposo del más noble linaje, el Señor Jesucristo» (CtaCla I,2).





El gesto de Clara fue una entrega y una ruptura. Y por aquí vino de inmediato el desgarro y la guerra familiar. Previéndolo, y antes del amanecer, Francisco puso su conquista a buen recaudo canónico, en el monasterio benedictino de San Pablo de Bastia, a cuatro kilómetros de Asís. Pronto lo averiguaron los linajudos y belicosos Offreduccio, los cuales, con el violento tío Monaldo al frente de la tropa familiar, se presentaron en el monasterio, resueltos a reparar el escándalo, decididos a volverla a su casa y a su vida social como fuera. El tío Monaldo le habló, le instó, le suplicó, la amenazó. Fue todo inútil, ante la entereza serena e inflexible de nuestra heroína. Y la razón de la estirpe dio paso a la furia de la sangre, y Monaldo se arrojó a tomar a Clara por la fuerza, pero Clara tuvo más rapidez y mejor valor que él: corrió al templo del monasterio, con sus perseguidores a un paso de sus pies descalzos, y, ya allí, se irguió, puso firme una mano sobre el altar, y con la otra se arrancó de un golpe el velo y les mostró desafiante su cabeza rapada. Sin palabras, con solo el gesto, electrizó y desarmó a los suyos: entendieron que la primogénita de Favarone no les pertenecía ya a los Offreduccio, sino a Cristo y a la Iglesia. Y se retiraron -en otra expresión de Celano- «con su orgullo vencido». Lealtad contra lealtad -lealtad de la sangre, lealtad al Espíritu-, había vencido la de Clara, que demostró en aquel momento crucial lo que iba a mostrar luego tantas veces: un sereno temple indomable (Leyenda de Sta. Clara 9).

Tomado de:

Daniel Elcid OFM: Santa Clara de Asís. La Hermana Clara o la Lealtad.

Vocación Franciscana