martes, 15 de marzo de 2011

Mensaje del Papa Benedicto XVI para la Cuaresma 2011


Queridos hermanos y hermanas:

La Cuaresma, que nos lleva a la celebración de la Santa Pascua, es para la Iglesia un tiempo litúrgico muy valioso e importante, con vistas al cual me alegra dirigiros unas palabras específicas para que lo vivamos con el debido compromiso.

La Comunidad eclesial, asidua en la oración y en la caridad operante, mientas mira hacia el encuentro definitivo con su Esposo en la Pascua eterna, intensifica su camino de purificación en el espíritu, para obtener con más abundancia del Misterio de la redención la vida nueva en Cristo Señor (cf. Prefacio I de Cuaresma).



1. Esta misma vida ya se nos transmitió el día del Bautismo, cuando «al participar de la muerte y resurrección de Cristo» comenzó para nosotros «la aventura gozosa y entusiasmante del discípulo» (Homilía en la fiesta del Bautismo del Señor, 10 de ene
ro de 2010). San Pablo, en sus Cartas, insiste repetidamente en la comunión singular con el Hijo de Dios que se realiza en este lavado. El hecho de que en la mayoría de los casos el Bautismo se reciba en la infancia pone de relieve que se trata de un don de Dios: nadie merece la vida eterna con sus fuerzas. La misericordia de Dios, que borra el pecado y permite vivir en la propia existencia «los mismos sentimientos que Cristo Jesús» (Flp 2, 5) se comunica al hombre gratuitamente.


El Apóstol de los gentiles, en la Carta a los Filipenses, expresa el sentido de la transformación que tiene lugar al participar en la muerte y resurrección de Cristo, indicando su meta: que yo pueda «conocerle a él, el poder de su resurrección y la comunión en sus padecimientos hasta hacerme semejante a él en su muerte, tratando de llegar a la resurrección de entre los muertos» (Flp 3, 10-11). El Bautismo, por tanto, no es un rito del pasado sino el encuentro con Cristo que conforma toda la existencia del bautizado, le da la vida divina y lo llama a una conversión sincera, iniciada y sostenida por la Gracia,que lo lleve a alcanzar la talla adulta de Cristo.Un nexo particular vincula al Bautismo con la Cuaresma como momento favorable para experimentar la Gracia que salva. Los Padres del Concilio Vaticano II exhortaron a todos los Pastores de la Iglesia a utilizar «con mayor abundancia los elementos bautismales propios de la liturgia cuaresmal» (Sacrosanctum Concilium, 109).


En efecto, desde siempre, la Iglesia asocia la Vigilia Pascual a la celebración del Bautismo: en este Sacramento se realiza el gran misterio por el cual el hombre muere al pecado, participa de la vida nueva en Jesucristo Resucitado y recibe el mismo espíritu de Dios que resucitó a Jesús de entre los muertos (cf. Rm 8, 11). Este don gratuito debe ser reavivado en cada uno de nosotros y la Cuaresma nos ofrece un recorrido análogo al catecumenado, que para los cristianos de la Iglesia antigua, así como para los catecúmenos de hoy, es una escuela insustituible de fe y de vida cristiana: viven realmente el Bautismo como un acto decisivo para toda su existencia.


2. Para emprender seriamente el camino hacia la Pascua y prepararnos a celebrar la Resurrección del Señor —la fiesta más gozosa y solemne de todo el Año litúrgico—, ¿qué puede haber de más adecuado que dejarnos guiar por la Palabra de Dios? Por esto la Iglesia, en los textos evangélicos de los domingos de Cuaresma, nos guía a un encuentro especialmente intenso con el Señor, haciéndonos recorrer las etapas del camino de la iniciación cristiana: para los catecúmenos, en la perspectiva de recibir el Sacramento del renacimiento, y para quien está bautizado, con vistas a nuevos y decisivos pasos en el seguimiento de Cristo y en la entrega más plena a él.


El primer domingo del itinerario cuaresmal subraya nuestra condición de hombre en esta tierra. La batalla victoriosa contra las tentaciones, que da inicio a la misión de Jesús, es una invitación a tomar conciencia de la propia fragilidad para acoger la Gracia que libera del pecado e infunde nueva fuerza en Cristo, camino, verdad y vida (cf. Ordo Initiationis Christianae Adultorum, n. 25). Es una llamada decidida a recordar que la fe cristiana implica, siguiendo el ejemplo de Jesús y en unión con él, una lucha «contra los Dominadores de este mundo tenebroso» (Ef 6, 12), en el cual el diablo actúa y no se cansa, tampoco hoy, de tentar al hombre que quiere acercarse al Señor: Cristo sale victorioso, para abrir también nuestro corazón a la esperanza y guiarnos a vencer las seducciones del mal.


El Evangelio de la Transfiguración del Señor pone delante de nuestros ojos la gloria de Cristo, que anticipa la resurrección y que anuncia la divinización del hombre. La comunidad cristiana toma conciencia de que es llevada, como los Apóstoles Pedro, Santiago y Juan «aparte, a un monte alto» (Mt 17, 1), para acoger nuevamente en Cristo, como hijos en el Hijo, el don de la gracia de Dios: «Este es mi Hijo amado, en quien me complazco; escuchadle» (v. 5). Es la invitación a alejarse del ruido de la vida diaria para sumergirse en la presencia de Dios: él quiere transmitirnos, cada día, una palabra que penetra en las profundidades de nuestro espíritu, donde discierne el bien y el mal (cf. Hb 4, 12) y fortalece la voluntad de seguir al Señor.

La petición de Jesús a la samaritana: «Dame de beber» (Jn 4, 7), que se lee en la liturgia del tercer domingo, expresa la pasión de Dios por todo hombre y quiere suscitar en nuestro corazón el deseo del don del «agua que brota para vida eterna» (v. 14): es el don del Espíritu Santo, que hace de los cristianos «adoradores verdaderos» capaces de orar al Padre «en espíritu y en verdad» (v. 23). ¡Sólo esta agua puede apagar nuestra sed de bien, de verdad y de belleza! Sólo esta agua, que nos da el Hijo, irriga los desiertos del alma inquieta e insatisfecha, «hasta que descanse en Dios», según las célebres palabras de san Agustín.



El domingo del ciego de nacimiento presenta a Cristo como luz del mundo. El Evangelio nos interpela a cada uno de nosotros: «¿Tú crees en el Hijo del hombre?». «Creo, Señor» (Jn 9, 35.38), afirma con alegría el ciego de nacimiento, dando voz a todo creyente. El milagro de la curación es el signo de que Cristo, junto con la vista, quiere abrir nuestra mirada interior, para que nuestra fe sea cada vez más profunda y podamos reconocer en éla nuestro único Salvador. Él ilumina todas las oscuridades de la vida y lleva al hombre a vivir como «hijo de la luz».


Cuando, en el quinto domingo, se proclama la resurrección de Lázaro, nos encontramos frente al misterio último de nuestra existencia: «Yo soy la resurrección y la vida... ¿Crees esto?» (Jn 11, 25-26). Para la comunidad cristiana es el momento de volver a poner con sinceridad, junto con Marta, toda la esperanza en Jesús de Nazaret: «Sí, Señor, yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que iba a venir al mundo» (v. 27). La comunión con Cristo en esta vida nos prepara a cruzar la frontera de la muerte, para vivir sin fin en él. La fe en la resurrección de los muertos y la esperanza en la vida eterna abren nuestra mirada al sentido último de nuestra existencia: Dios ha creado al hombre para la resurrección y para la vida, y esta verdad da la dimensión auténtica y definitiva a la historia de los hombres, a su existencia personal y a su vida social, a la cultura, a la política, a la economía. Privado de la luz de la fe todo el universo acaba encerrado dentro de un sepulcro sin futuro, sin esperanza.

El recorrido cuaresmal encuentra su cumplimiento en el Triduo Pascual, en particular en la Gran Vigilia de la Noche Santa: al renovar las promesas bautismales, reafirmamos que Cristo es el Señor de nuestra vida, la vida que Dios nos comunicó cuando renacimos «del agua y del Espíritu Santo», y confirmamos de nuevo nuestro firme compromiso de corresponder a la acción de la Gracia para ser sus discípulos.


3. Nuestro sumergirnos en la muerte y resurrección de Cristo mediante el sacramento del Bautismo, nos impulsa cada día a liberar nuestro corazón del peso de las cosas materiales, de un vínculo egoísta con la «tierra», que nos empobrece y nos impide estar disponibles y abiertos a Dios y al prójimo. En Cristo, Dios se ha revelado como Amor (cf. 1 Jn 4, 7-10). La Cruz de Cristo, la «palabra de la Cruz» manifiesta el poder salvífico de Dios (cf. 1 Co 1, 18), que se da para levantar al hombre y traerle la salvación: amor en su forma más radical (cf. Enc. Deus caritas est, 12).

Mediante las prácticas tradicionales del ayuno, la limosna y la oración, expresiones del compromiso de conversión, la Cuaresma educa a vivir de modo cada vez más radical el amor de Cristo. El ayuno, que puede tener distintas motivaciones, adquiere para el cristiano un significado profundamente religioso: haciendo más pobre nuestra mesa aprendemos a superar el egoísmo para vivir en la lógica del don y del amor; soportando la privación de alguna cosa —y no sólo de lo superfluo— aprendemos a apartar la mirada de nuestro «yo», para descubrir a Alguien a nuestro lado y reconocer a Dios en los rostros de tantos de nuestros hermanos. Para el cristiano el ayuno no tiene nada de intimista, sino que abre mayormente a Dios y a las necesidades de los hombres, y hace que el amor a Dios sea también amor al prójimo (cf. Mc 12, 31).


En nuestro camino también nos encontramos ante la tentación del tener, de la avidez de dinero, que insidia el primado de Dios en nuestra vida. El afán de poseer provoca violencia, prevaricación y muerte; por esto la Iglesia, especialmente en el tiempo cuaresmal, recuerda la práctica de la limosna, es decir, la capacidad de compartir. La idolatría de los bienes, en cambio, no sólo aleja del otro, sino que despoja al hombre, lo hace infeliz, lo engaña, lo defrauda sin realizar lo que promete, porque sitúa las cosas materiales en el lugar de Dios, única fuente de la vida. ¿Cómo comprender la bondad paterna de Dios si el corazón está lleno de uno mismo y de los propios proyectos, con los cuales nos hacemos ilusiones de que podemos asegurar el futuro? La tentación es pensar, como el rico de la parábola: «Alma, tienes muchos bienes en reserva paramuchos años... Pero Dios le dijo: “¡Necio! Esta misma noche te reclamarán el alma”» (Lc 12, 19-20). La práctica de la limosna nos recuerda el primado de Dios y la atención hacia los demás, para redescubrir a nuestro Padre bueno y recibir su misericordia.

En todo el período cuaresmal, la Iglesia nos ofrece con particular abundancia la Palabra de Dios. Meditándola e interiorizándola para vivirla diariamente, aprendemos una forma preciosa e insustituible de oración, porque la escucha atenta de Dios, que sigue hablando a nuestro corazón, alimenta el camino de fe que iniciamos en el día del Bautismo. La oración nos permite también adquirir una nueva concepción del tiempo: de hec
ho, sin la perspectiva de la eternidad y de la trascendencia, simplemente marca nuestros pasos hacia un horizonte que no tiene futuro. En la oración encontramos, en cambio, tiempo para Dios, para conocer que «sus palabras no pasarán» (cf. Mc 13, 31), para entrar en la íntima comunión con él que «nadie podrá quitarnos» (cf. Jn 16, 22) y que nos abre a la esperanza que no falla, a la vida eterna.


En síntesis, el itinerario cuaresmal, en el cual se nos invita a contemplar el Misterio de la cruz, es «hacerme semejante a él en su muerte» (Flp 3, 10), para llevar a cabo una conversión profunda de nuestra vida: dejarnos transformar por la acción del Espíritu Santo, como san Pablo en el camino de Damasco; orientar con decisión nuestra existencia según la voluntad de Dios; liberarnos de nuestro egoísmo, superando el instinto de dominio sobre los demás y abriéndonos a la caridad de Cristo. El período cuaresmal es el momento favorable para reconocer nuestra debilidad, acoger, con una sincera revisión de vida, la Gracia renovadora del Sacramento de la Penitencia y caminar con decisión hacia Cristo.


Queridos hermanos y hermanas, mediante el encuentro personal con nuestro Redentor y mediante el ayuno, la limosna y la oración, el camino de conversión hacia la Pascua nos lleva a redescubrir nuestro Bautismo. Renovemos en esta Cuaresma la acogida de la Gracia que Dios nos dio en ese momento, para que ilumine y guíe todas nuestras acciones. Lo que el Sacramento significa y realiza estamos llamados a vivirlo cada día siguiendo a Cristo de modo cada vez más generoso y auténtico. Encomendamos nuestro itinerario a la Virgen María, que engendró al Verbo de Dios en la fe y en la carne, para sumergirnos como ella en la muerte y resurrección de su Hijo Jesús y obtener la vida eterna.

Benedicto XVI

sábado, 5 de marzo de 2011

Cuidado Pastoral de las Vocaciones 2011 Provincia de la Santísima Trinidad -Chile

Estimados Hermanos, quiero dar algunas sugerencias para trabajar este año en CPV:

Este año la pastoral vocacional cuenta con seis aspirantes que deben discernir su posible ingreso al Postulantado. Estos son:

-Felipe (21), un joven de Jufra que realiza su discernimiento en la fraternidad de Alameda.

-Wilfredo (27), de Copiapó, aspirante del año pasado que prolongó su proceso.

-Marcelo (30), de Quirihue, lo acompaña la fraternidad de Chillán.

-Raimond de la Cisterna, aún no se ha presentado oficialmente.

-Patricio (17), de Cauquenes, acompañado de la fraternidad de Parral.

-Cristóbal (17), de Algarrobo, acompañado por el Totoral.

Hay que orar mucho por su discernimiento y decisión, su próxima jornada será en el Eremitorio El Totoral los días 8-9-10 de abril a cargo de los Hnos. Claudio e Isauro.

En marzo cada zona debe preparar una jornada para todos los jóvenes que quieran conocer más de cerca nuestra vida y vocación franciscana. Si no hay jóvenes en nuestras comunidades, es necesario salir a encontrarlos a colegios y universidades, con la ayuda de profesores de religión, orientadores y encargados de pastoral. Lo más probable que en estos lugares estén necesitados de algún tipo de asistencia o capellanía, lo que implica mayor entrega de parte nuestra al mundo de los jóvenes, lo que quita tiempo y no siempre es remunerado, pero es la única forma de llegar a ellos y poder invitarlos a conocer nuestra vida y el carisma franciscano. Debemos atrevernos a enfrentar la realidad juvenil tal como es en la actualidad y motivarlos a seguir al Señor con la esperanza de que Cristo los llamará y transformará.

Una vez teniendo algunos jóvenes interesados, comienza el acompañamiento, a través de retiros, jornadas, participación eclesial, en la liturgia, la oración y la pastoral. Pero más especialmente a través del diálogo personal y la dirección espiritual. Esto también requiere tiempo, compromiso y dedicación, cierto conocimiento de la persona humana y los procesos de maduración humana y espiritual, ayudado por fichas, cuestionarios, y material de trabajo personal. Pero lo principal es tener el tiempo para escuchar, acoger, aconsejar y provocar procesos de conversión, y seguirlos a lo largo del tiempo. Hacer esto es una gran falencia en muchos de nosotros, no sirve de nada convocar jóvenes si no les vamos a ofrecer este tipo de ayuda.

Algunos dirán que este trabajo le corresponde al encargado solamente, pero no es así, todos estamos llamados a promover nuestra vocación en el mundo de los jóvenes, todos podemos tener algún tipo de llegada, en la pastoral, en los sacramentos, en la homilía, en el apostolado y en cada familia que conocemos. También podemos acompañarlos en su crecimiento cristiano y vocacional, y sólo cuando el joven esté más maduro para su discernimiento, corresponde derivarlo al encargado vocacional de la fraternidad. Este profundizará la tarea, pero todos pueden ayudarle y dar su opinión. Finalmente, para ser presentado, se necesita la aprobación de la mayor parte de la fraternidad, en especial del guardián. En algunos casos, cuando la fraternidad es deficiente en su acompañamiento, la responsabilidad la asume el equipo zonal.

Podrán decir que no hay nada nuevo, que todo esto lo sabemos, pero lo recuerdo porque en la práctica no lo realizamos, no vamos donde los jóvenes, nos cuesta ponernos de acuerdo para hacer jornadas, nos cuesta aceptarlos como son, y poco nos dedicamos para acompañarlos. Y no es un problema de material, de creatividad, de carisma o de edad, sino un problema de compromiso, servicio, testimonio, comunicación y trabajo de la fraternidad local. Esforcémonos este último año para convocar jóvenes, prepararlos y presentarlos a la nueva fraternidad que se conforme el próximo año, si Dios quiere, y con voluntad decidida para trabajar fuertemente la pastoral juvenil y vocacional.

Les recuerdo además que tendremos un encuentro nacional de Acólitos, como se les había prometido antes de terminar este período. Este será en san Francisco de Mostazal los días 13, 14 y 15 de mayo. La edad estaba puesta sobre los 14 años, pero varios hermanos me han dicho que tienen pocos de esa edad, más bien de 12 y 13 años. Podemos aceptar esa edad si ustedes ven que tienen madurez suficiente para participar. Respecto a los papás que los acompañan, ojalá sean pocos, pues la vez anterior llegaron cerca de 20 y hubo también que atenderlos. Deben costearse el pasaje y dejar un aporte para la casa de retiro (pueden más menos $5000 por persona).

Por último, invitarlos a hacer mucha oración por nosotros, nuestro trabajo, y cada joven que acompañamos, pues sólo por la oración podemos ser instrumentos del llamado de Cristo a los jóvenes de hoy. Para esto queremos elaborar un material que nos ayude a orar especialmente en el mes de agosto, nuestro mes vocacional. Esperamos este trabajo de parte de los hermanos del equipo y el compromiso de todos a dedicarle un tiempo en nuestra meditación personal y fraterna.

A los animadores de CPV les recuerdo que nuestra reunión será el Lunes 1 de Agosto, así que por ahora sólo organizarse a nivel local y zonal, y recomenzar el trabajo.

Muchas Bendiciones a cada uno, que tengan un buen año pastoral y un enriquecedor tiempo de cuaresma.

Hno. Adrián Arancibia, Animador de CPV.

Vocación Franciscana